LA COMPRA
Finjo un encuentro casual cuando
se detiene frente a los pescados. Se coloca las lentes y escruta uno por uno los
ojos de los peces que miran al techo dispuestos entre el hielo del estante, porque
el ojo –dice siempre- es lo único fiable para saber si el pescado está fresco. Aprovecho
la operación que le lleva unos minutos para colocarme a su altura y saludarla
desde este metro y medio de distancia obligatorio. Es mi madre quien secretamente
me obliga a llevar a cabo este ejercicio teatral de protección ante el empeño
de mi abuela en venir ella sola al supermercado. No se alegra por verme, tuerce
el gesto y propone que la próxima vez sea mi madre la que acuda a hacer el
papel de detective. No puedo sino levantar los hombros mitad rendida, mitad de
acuerdo. «¡Ay
Maruxiña!, creí que te había enseñado mejor a desacatar» me dice mitad con sorna,
mitad con indulgencia y me hace sentir avergonzada aunque sé que de alguna
manera obrará su venganza. Mi abuela a mí siempre me trató como si fuera una
adulta más, incluso cuando tenía siete años y aun todos me hablaban con ese estúpido
tono infantil. Nunca se adecuó al arquetipo de maternidad blindada que se nos
presupone a las mujeres y que va en aumento a medida cumplimos años, realmente
nunca se adecuó a nada que no considerase que debía adecuarse. Es una vieja con
ideas peculiares que pudiera parecer que se salta las normas para saberse por
encima de los prejuicios y categorías del mundo. Yo siempre la recuerdo siendo
vieja aunque ahora lo sea más. Nos sentábamos los domingos a la mesa a comer
callos como ritual semanal, en la vajilla de duralex color ámbar que aun
conserva. Todo se mantiene igual excepto mi abuelo que murió el año pasado mientras
dormía, lo cual es insultante a sus fundados temores de morir más de cien veces
a causa de cualquier enfermedad que tuviera, por nimia que fuese. Se había
pasado la vida suspirando, suspiraba incluso mientras comía y en una ocasión
nos llevamos un susto gordo con los callos y los suspiros. Desde entonces, dejó
ese hábito y según mi abuela para algo había servido la muerte cercana por
atragantamiento que vislumbró. Mi abuelo se había enamorado de la fortaleza de
mi abuela que siempre fue una flor silvestre que crecía donde le venía en gana
y era ciertamente impredecible. Ella me enseñó a no juzgar los comportamientos
de los demás, a no entender el mundo en buenos y malos porque lo que es malo
para el mundo en ocasiones es lo correcto. Después de comer los domingos sacaba
su libreta de las cuentas y revisaba la cartilla del banco para comprobar que
todo seguía en su sitio. Los niños de la guerra habían crecido en la pobreza,
se habían casado en la pobreza y lo que tenían era solo por haber trabajado incansablemente
todos los días gastando apenas lo necesario. Nunca se quejó de más, ni tampoco
se dejó vanagloriar por ese esfuerzo inmundo para salir adelante. Reconocía
abiertamente que sus vidas habían estado llenas de penalidades, pero que no hay
héroes en las desgracias solo víctimas que sobreviven. Cuando terminaba de
hacer las cuentas mi abuelo sentenciaba: «para lo que nos va a servir
cuando venga un meteorito o una guerra» y lo repetía como un mantra todos los
domingos. Mi abuelo estaba obsesionado con la aparición de una desgracia
inminente que acabara con la humanidad por no saber vivir en sociedad. Si hoy
estuviera vivo, sin duda, declararía esta pandemia como revelación definitiva a
su profecía. Y ahí estaría mi abuela con su pragmática robustez, como está hoy
aquí en los pasillos del supermercado con su andar pesado, la mascarilla puesta
y el dinero justo en la cartera. Mis abuelos habían perdido todos sus ahorros
cuando mi madre se quedó sin trabajo y hubo que seguir pagando la hipoteca.
Poco a poco se lo estamos devolviendo.
Continúa su compra en el pasillo
de las conservas, voy tras ella guardando la distancia y haciendo yo la mía. Me
intento justificar que con noventa años, la pobre, no debe ir sola a ningún
sitio. Me mira solo de reojo y el aire que le entra por la tela lo emplea en
respirar en lugar de iniciar algún tipo de conversación. Veo que ha guardado en
su cesta las cuatro cosas que puede cargar en la bolsa. Se pone a la cola en la
caja y yo detrás, en la línea verde del suelo que señala que a esa distancia es
menos probable el contagio. Coloca las cosas una por una y me gustaría poder
acompañarla en el proceso como veces anteriores, pero me contento con estar
junto a ella desde aquí. Le pregunto con señales de manos si le hace falta algo
de dinero y seguidamente me arrepiento de haber formulado esa pregunta que fue
un acto instintivo por declarar los lazos familiares. La chica que está en la
caja, una joven de más o menos mi edad, ve mis aspavientos y se me queda
mirando. «Es
mi abuela»,
le digo orgullosa y ella me ofrece una sonrisa con los ojos mientras que mi
abuela, que ya está recogiendo su compra en la bolsa, se gira hacia mí con un
gesto pícaro en la mirada que no adivino a entender. Le digo que me espere para
acompañarla a casa y comienzo con el mismo proceso de ponerlo todo en la cinta
negra de la caja. A esas horas se ha llenado el supermercado y se ha formado
cola detrás. Nos sobresalta el sonido intermitente de la alarma de la puerta y
la cajera, dispuesta para salir a ver qué pasa, ve que es mi abuela la que
acaba de cruzar la salida y se tranquiliza. «A veces suena por los zapatos» me
dice, y yo asiento mientras veo cómo mi abuela se hace pequeña a medida que se
aleja.
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