QUE POR MAYO ERA, POR MAYO
El blanco es un color precioso. Como la leche calentita con galletas, como el color del pelo de mi perra o como los cirros y cumulonimbos que atraviesa Superman cuando vuela. También es un fastidio vestir de blanco, es cargar todo el día con el miedo de mancharte con algo, y el miedo exige responsabilidades. Podría cerrar los ojos y ponerme el pijama sin dificultad. Después de 35 años haciéndolo todos los días podría abrir la tercera taquilla de la fila del medio empezando por el lado de la puerta, guiar mis manos hacia el fondo y reconocerlo por la textura de la tela —suave pero fuerte-. Meter primero la pierna derecha, la izquierda después y acomodar la elástica en el mismo punto exacto de la cintura que todos los días. Finalmente, en uno o quizás dos movimientos, encajarme la parte de arriba y colgarme al cuello la cinta con la tarjeta que lleva mi nombre y una foto algo antigua. En esa foto aun tenía el pelo menos cano y la mirada no me hacía tantos surcos al sonreír. Como un